Conversaciones imaginarias

(Para escuchar mientras se lee)

Me enamoro y me muero varias veces al día, todos los días, toda la vida. Eso debe ser lo que me mantiene viva y en ese orden de ideas, viene esta misiva. No importa dónde pasó, ni cuándo, ni quién es el objeto del deseo, pero sí quisiera que se unieran al ejercicio de recordar la última vez (o la más intensa) que estuvieron allí porque esa es la talla de mis zapatos.

Fue raro. Ahora soy capaz de resumirlo con un montón de canciones de piano, guitarra y vocalista triste, pero el principio fue un poco más elegante y rápido, lo que se dice un yeyo a primera vista. Desde que nos conocimos quise tenerlo cerca para que me obligara a cuestionármelo todo, a registrarlo todo, a contarlo todo. Nos volvimos a ver varias veces más; empezábamos hablando de las formas del texto y nos despedíamos con una alegoría sobre Basquiat. Más tarde me quejé furibunda de la ciudad, de las tetas que me gustaban y no tenía, de lo hermosas que me parecían las mujeres de pelo corto y de un montón de temas banales que se me ocurre compartir cuando ya he perdido la cuenta de las cervezas que me he tomado. Fue la primera vez que lo hice reír a carcajadas.

En ese vaivén de historias quedaron develados varios secretos mutuos, varios recuerdos en común aunque no estemos ninguno en el lote del otro. Empecé a leerme el internet, a intentar entender sus referencias, a hacerle preguntas para conocer sus respuestas. Eso fue lo que pasó. Me retaba en todos los sentidos, sabiéndolo y a propósito algunas veces, inocente e incauto otras, pero nunca fallaba en dejarme la cabeza enorme, llena de ideas para escribir, pintar, leer, viajar, vivir, y en mi afán de tenerlo cerca, empecé a mantener conversaciones imaginarias con él.

Ese se convirtió en mi tamiz oral. Todos mis inconvenientes, mis dudas, frases ganadoras, mis favoritos en Youtube, todo se lo contaba en mi mente y en un cambio de rol, él me respondía con alguna frase bien puesta, como si hubiese sido meditada desde antes porque claro, empecé a conocerlo a través de la imagen que me iba formando entre cada encuentro y lograba vaticinar lo que podía decirme. Otras veces me encontraba ensayando discursos sobre temas que hubiese encontrado a lo largo de la semana y que a mi juicio, resultarían interesantes en medio de una conversa casual. “¿Has oído hablar de los sapeurs? –en mi mente, respondía que no-. Son un grupo de hombres del Congo que se visten como dandis porque, según ellos, vestir elegantemente alimenta su espíritu y da placer a su cuerpo. Y eso que la renta per cápita allá es de ciento veinte dólares y llevan varios años ocupando los últimos puestos en la clasificación del Índice de Desarrollo Humano”.

Cuando finalizaba mi intervención, recreaba su cara atenta, mirándome, preguntando desde cuándo existen, cuántos son, qué increíble es esta era, me deja loco todo el tiempo. Nunca me sentía de su tamaño, pero era hermoso verlo excusar su conocimiento con modestia, su capacidad de recordar hasta el más mínimo detalle en orden cronológico. Su mente era fascinante, enorme, versátil, y de ella me agarraba para argumentarle mis opiniones, incluso para crearme las que me faltaban sobre temas que parecía haber meditado en medio de un libro que yo no conocía o de alguna película de esas que se queda viendo a mitad de la noche cuando no tiene trabajo ni ganas de tenerlo.

¿Hay algo peor que esa ancla imaginaria en la cabeza? Ese verlo en todos lados, en todas las caras, ese usarlo como vara medidora de cualquiera que intentara tener una conversación conmigo, de cualquier intento mío de rodearme de más mentes como la suya. Con todas mis certezas reunidas en una sola mano, yo diría que sí, que el desamor es peor, que la Guerra Fría, las bombas nucleares, los periodistas decapitados por radicales con un cuchillo son peores, que la soledad un día de frío le gana, pero aquí, lejos de todo eso, tenerlo estacionado en mi mente me genera sentimientos ambiguos parecidos algunos a la añoranza y otros, a las ganas razas de tenerlo cerca. Y no estoy segura de que eso sea del todo bueno.

Algo pasó. O muchas cosas pasaron en el tiempo transcurrido entre la primera vez que no vimos y la última. Sus ausencias eran largas y a veces llamaba a preguntar cómo estaba, qué hacía, dónde estaba durmiendo. Nos prometimos varios cafés para terminar esas conversaciones lastimeras que intentaban honrar la memoria de los buenos tiempos, pero en lugar de alegrarme por su regreso parcial, me quedaba en recuperación otra vez con el teléfono en la mano, con la cabeza llena de porqués que me fui guardando para ese futuro estable en el que nos íbamos a reencontrar para ponernos al día con los años perdidos.

He intentado pintarlo en mi libreta con bolígrafo y acuarelas para no perderlo del todo. He intentado volver a hablarle en mi cabeza mientras hago que las esperas se vuelvan más cortas e, incluso, he llegado a reírme sola por cualquier bobada que en su momento me hizo reír en su compañía. Vuelvo a preguntarme, otra vez, si habrá algo más dañino que preferir perpetuarlo a dejarlo atrás. Y no me sé responder.

 

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